«El analizado no recuerda, en general, nada de lo olvidado o reprimido, sino que lo vive de nuevo. No lo reproduce como recuerdo, sino como acto, lo repite sin saber. Lo repite sin saber naturalmente, que lo repite», Sigmund Freud.
Dedicado a todos los que cometen el mismo y el mismo y el mismo… y el mismo error…
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El sonido del timbre me pareció agresivo para ser más de media noche. Todos los parisinos “bien” en la colonia bien en la que vivo, seguro dormían… Y si no, al menos ruido no hacían. Abrí la puerta de un golpe.
– Bonjour – dijo con sobriedad digna de un desconocido.
-Shhhh…- le dije poniendo mi índice de la mano izquierda sobre los labios.
Ahí estaba otra vez. Parado frente a mí, sin mirar mi cuerpo cubierto por un vestido vaporoso de color negro que contrastaba con estampados de flores de colores vivos colocados en sitios estratégicos. Atuendo de sábado relajado, chic… Me había enfundado en aquel vestido rápidamente después de una la ducha nocturna que había tomado tras una sesión de cardio.
El vestidito era lo suficientemente corto, como para apenas cubrirme las nalgas y mostrar mis piernas largas, herencia de la autora de mis días. Pero también era suficientemente largo para dejar que la imaginación de mi superhéroe trabajara. Sin embargo, su mirar azul se fijaba sobre mis ojos casi negros.
– DESIGUAL – dijo sonriendo.
– ¿Y cómo sabes que mi vestido es de DESIGUAL? – respondí mientras con una mano lo jalaba del antebrazo para dirigirlo a la habitación blanca. La única a la que el súper héroe tiene derecho a pasar en el apartamento. Con mi mano izquierda, tiraba hacia abajo mi vestido zancón de la marca española, como tratando de alargarlo para que el enmascarado no me viera la culotte.
Mientras lo hacía seguirme, me pregunté cómo había hecho el hombre de mirar azul para analizar mi atuendo viendo solo mis ojos. Es bien cierto que la discreción es una de sus cualidades.
Había llegado enmascarado, como se debe. Como buen súper héroe… Sin reparos, sin protocolos lo despojé de su máscara. Después de todo, hacía meses que yo conocía la identidad de mi Batman. Sacó su instrumental y comenzó a hacer lo propio… ¿Yo? Me perdí en mis pensamientos…
Veintidós años mayor que yo… Un metro ochenta y tres de estatura y… y… ok, ok, tal vez para alguna otra mujer no era un clon de Batman y tal vez para alguna otra no tenía más fuerte que su papel de superhéroe de la que llamaremos ‘Ciudad No Gótica’. Es más, mis amigos que sabían la existencia del maduro superhéroe lo veían como si fuera el mismísimo Diablo.
“Stop… Párale ya de hablar de ese señor… Nena, ya, stop”… “Un señor de esa edad no es interesante para ti… No… Carajo, mírate, eres una Diosa… No tienes por qué andar pensando en los señores… Imagínate, aparte ha de ser casado, con hijos y enamoradísimo de la esposa”… “Ay, Pal… Bueno, es que el don ni para echar relajo… No va a aguantar”… “Déjenla, le gusta el señor, y el señor a lo mejor está contento, a lo mejor está entusiasmado »… “¡Cállate, Medhli, deja de apoyar ese gusto de PAL… Cállate o llegando a la casa te voy a dar unos cabronazos… Los señores más grandes, no! ¡Yo concuerdo que a lo mejor hasta casado es!”… “Pal, Pal, basta… Tú lo bloqueas. Punto. Ese señor no es interesante para ti…Pal, piensa en ti… tú tan bonita… no lo puedo concebir, no de ti Pal… »… son algunas de las frases que escuchaba cuando mi amigo Dante soltaba el chisme de que me gustaba al que yo llamaba el “enmascarado de Ciudad No Gótica”… Justo pensaba en eso cuando un piquete en el dedo pulgar de la mano izquierda me hizo volver al planeta Tierra. El superhéroe ya había terminado de hacer su trabajo.
– ¿Te duele? – dijo una vez que terminó de curar mi dedo pulgar izquierdo, en el cual me había hecho daño minutos atrás con un cuchillo recién afilado, al intentar cortar el limón que serviría para mi agua détox de la noche.
– Habrá que poner el refuerzo de la vacuna contra el tétanos… y te voy a agregar un gel antibiótico- dijo mientras terminaba de llenar la prescripción.
– No… No me duele – dije aguantándome el dolor.
Tanto Philippe como yo (así se llama el enmascarado) tratábamos de guardar la compostura… Hacia dos meses que no nos veíamos. Hacia uno que yo no respondía a sus saludos vía mensajes de texto. Le ofrecí una copa de vino rosado, de Corsa, domaine Terra Vecchia. Sorprendentemente lo aceptó.
Como siempre hablamos de todo y nada… hablamos de México, de Sinaloa… … de la boda en Culiacan en la que años atrás conocí a mi “amor tranquilo “, de las crisis de la madre de mi “amor tranquilo”, de mis ausencias en casa a causa de los viajes laborales… de las ausencias de mi amor tranquilo a causa de sus viajes, también profesionales y más recurrentes, dignos de un experto en la aeronáutica… Volvimos a hacer un comentario sobre la habitación blanca. La única a la que él tenía acceso de todo el apartamento y a la que paradójicamente nadie más podía entrar. La habitación estaba dedicada a mis sesiones en videoconferencias con la doctora Smilovichi.
Como siempre que acudía a casa en calidad de superhéroe, Philippe permanecía sentado en el extremo derecho del largo sillón de tres plazas… y como siempre, también, de forma automática me tumbé a lo largo del sillón blanco a modo de que mis pies quedaban justo sobre sus muslos… como siempre, comenzó a jugar con los dedos de mis pies… y como nunca, jugué con él con mis pies. Tomaba impulso con mis caderas y me empujaba hacia adelante. El movimiento estratégico permitía que mis pies se metieran cuál intrusos por debajo de su camisa… que se salieran de su camisa y de un golpe pasaran por su cuello. Seguíamos charlando de todo y nada. De anécdotas banales. Y de otras no tan banales.
De la nada, dejé de juguetear y posé los pies de nuevo sobre sus muslos… le lancé el tubo de mi crema para la piel, misma que por azar se hallaba en la mesita de centro.
– ¿Me ayudas?, le dije. Sin preguntar qué hacer, abrió la crema con olor a paraíso, a algodón de azúcar. Colocó un poco de lo que más que crema parecía una suave crema chantilly rosada entre sus manos y comenzó a tartinar mis piernas, gustoso. Deslizaba sus dedos, sus palmas despacio, recorría cada centímetro de la pantorrilla… Levanté la pierna derecha. Y la dejé al aire para dejarlo tartinar la crema en todo el cuádriceps. Una vez que Philippe terminó, bajé la la pierna para realizar la misma acción con la izquierda.
« Y de repente nos dejamos arrastrar. Tu piel sobre mi piel sin formas que guardar. Y todo alrededor a punto de estallar… Inevitable, incontrolable, me tocas y empiezo a volar.Y nunca se acaba el deseo, me muero por repetir »… La canción de Philippo Neviani que se reproducía desde el iPhone de la sala se alcanzaba a escuchar hasta la habitación blanca.
– Merci,- Dije quitándole la deliciosa crema, creación de la casa Yves Saint Laurent. – Creo que bebo muy rápido – remarqué al tiempo que miraba mi copa que se hallaba en la mesita, casi vacía.
-No, no. Yo bebo despacio- respondió tratando de guardar la compostura.
-¿Has visto el brazalete de mi pie? Tiene una cereza… al ladito del broche…