¡El día que me convertí en teibolera!

¡Lo recuerdo y no lo puedo creer! ¡De verdad que no lo puedo creer! Fue una experiencia fuera de serie. Divertida, peligrosa y… para ser sincera: ¡muy excitante y emocionante! Sí, confieso que una vez busqué trabajo como teibolera y ¡me contrataron!

Era julio de 2006. La hostilidad y la tristeza se dejaban sentir en las calles de Reforma. Las marchas que denunciaban un presunto fraude electoral y que apoyaban a un “Presidente legítimo”, Andrés Manuel López Obrador (y repudiaban al Presidente electo en aquel entonces, Felipe Calderón) eran el espectáculo que ofertaba casi a diario Paseo de la Reforma y otras calles principales de la ciudad de México (y de todo el país).

¿Yo? Acababa de terminar la carrera de Ciencias de la Comunicación y hacía meses que había terminado mis prácticas en el diario Excélsior como reportera de espectáculos.

Mi desesperación por trabajar y ganar experiencia (y dinero, claro) era casi igual que la de Andrés Manuel López Obrador (Andy, que es como yo le llamo), porque la petición de los mexicanos de “voto por voto, casilla por casilla” se hiciera realidad.

Para mi buena fortuna, gracias a mi hermana mayor y al en ese entonces editor en jefe de una revista política, conocí a quién en ese tiempo era el editor de asuntos especiales de la revista H para hombres: el buen Sergio Lagarde, otro profesional a quien admiro mucho por su buena pluma y su creatividad.

Sergio, muy amable, me dio una entrevista de trabajo para ver si había la posibilidad de encargarme algunas colaboraciones para la revista.

Después de unos días, me llamó para pedirme si podía realizar mi primer reportaje para la revista. Yo estaba encantada. Saltaba de gusto. Sin embargo, cuando me asignó el tema el miedo invadió todo mi ser: ¡se trataba de hacer un reportaje sobre un table dance!

Y no se trataba de ir a entrevistar aun reclutador de teiboleras, ni de entrar al table y entrevistar a las bailarinas. ¡No! Se trataba de realizar un reportaje under ground: pedir trabajo como teibolera.

En ese entonces, mis cabellos no eran negros, sino rojos, rojos  y largos (así como ‘La Sirenita’, Ariel, o como la protagonista de ‘Corre Lola, Corre’). En ese tiempo, no usaba tacones, sino Convers (tenía de todos colores… ¡y los sigo usando de vez en cuando!), no usaba lápiz labial, sino gloss. Mi ‘outfit’ se conformaba casi siempre por pantalones cargo y tops informales como los que usan las muñequitas Barbie cuando van de shopping.

Bien, pues mi aventura comenzó cuando marqué a uno de los números telefónicos de uno de los clasificados de un famoso diario.

“Llamo por el anuncio de bailarina”, dije con voz temblorosa desde un número privado. La voz que me respondió me citó a las 3 de la tarde del 14 de julio de ese año en el VIPS de Zona Rosa, donde acudí acompañada de 3 amigos y mi hermana mayor.

“Nosotros nos vamos a sentar bien lejos. Llegamos antes. El objetivo es que no te pase nada malo. Si no te sientes a gusto o el reclutador te hace algo, haces una seña. La señal será levantarte para acomodarte la ropa”, fue lo que me dijo mi hermana cuando se enteró que había logrado que me dieran la entrevista para postular por el puesto como bailarina en un afamado Table Dance de Zona Rosa.

Llegó el día y así hice. Me presenté en el VIPS de Zona Rosa y pregunté por Leonardo, a quién la cajera del restaurante identificaba muy bien. Recuerdo que yo esperaba ver a un hombre maduro y enjoyado –así como del estilo de los narcos que aparecen en las series de televisión-, pero no. Fue un chico gordito de unos 30 años, vestido con t-shirt, Convers y jeans marca Cimarrón quien apareció para entrevistarme en una mesa donde ya se hallaban otras seis chicas. Éramos siete conmigo. Después de examinarnos de pies a cabeza, Leonardo seleccionó a dos jovencitas y a mí. A las otras… Las invitó a salir del lugar: “porque no cumplen con el perfil”, nos explicó el chico de piel blanca y cabello rubio.

Una vez que fuimos seleccionadas, Leonardo nos llevó al famoso Table Dance (¿Qué pasó con mi hermana y mis amigos? ¡Se quedaron en el restaurante!), en el que nos recibió “Mami Alejandra”, una señora que medía como 1 metro y medio… ¡pero de ancho! Eso sí, muy elegante: vestida de Hugo Boss y con joyas de Tous.

Antes de hacernos pasar al sitio, Alejandra nos explicó que teníamos qué estar seguras de que queríamos trabajar en aquel recinto, pues “aquí no se viene a bailar ballet”, dijo.

Justo decía eso la señora encargada del table cuando unos gritos me hicieron voltear a la calle de enfrente: cuatro hombres con camisas coloridas y brillosas –como uniformados- perseguían a mi hermana y a mis tres amigos (tiempo después me enteré que la mesera los escuchó hablando de los sospechoso que se veía Leonardo y que tenían miedo de que me ocurriera algo… Al pagar la cuenta y salir comenzaron a ser perseguidos por los ‘uniformados’… Ploc!).

Pese a que sentí aún más miedo y pavor, entré al table dance junto con mami Alejandra y las otras dos chicas seleccionadas. Leonardo desapareció.

Les puedo contar que pasé el casting –consistía en quitarse la ropa delante de la señora Alejandra para ver si tenía un cuerpo estético… ploc!- y fui contratada. También les cuento que mi hermana y mis amigos lograron escapar de las garras de los hombres uniformados…

¿Saben? Me estresé tanto al comenzar a contarles esta aventura que hice una pausa cuando iba justo a la mitad y corrí a comprarme unos zapatos. ¿Qué les parecen? Sin duda no son para bailar en un Table Dance, peor están monones, ¿verdad?

Y volviendo al tema… ¿Qué si trabajé o no como teibolera? Aquí les dejo el artículo. Todos los los derechos del siguiente texto son de la Revista H para hombre, ya que me pagaron por la entrega, peor como no hallo mi revista, les dejo mi testigo que guardé en Word. ¡Besos y cerezas!

 

“Siempre me pregunté ¿qué se sentirá ser teibolera? Por lo pronto el anuncio del periódico no me exige experiencia, sólo “amplio criterio”. Hoy he decidido quitarme la curiosidad. Aquí les cuento la historia”.

Por Paloma López

Nada de curriculum vitae ni carpeta de trabajo. Corsetería sugerente, amplio criterio y absoluta discreción son los requisitos que durante la charla telefónica se me pide para darme el “trabajo”. Es martes y, sin más preámbulo, mi miedo y yo nos dirigimos al lugar. Son las 16:00 horas y ya me encuentro frente a Leonardo, el representante de la “prestigiosa empresa que funge como trampolín a la fama”.

Luego de explicarme en qué consistirá el empleo, prometerme jugosas ganancias y hacer que me pare varias veces de mí asiento para calcular mí… “estatura”, pide un momento para hacer una llamada y en menos de dos minutos está de regreso para darme la noticia: “ha pasado a la siguiente etapa, tienes que acompañarme para que te entreviste la señora Alejandra. Tu futura jefa”. La prueba de fuego espera.

 

“Se solicita bailarinas para prestigiado club: Excelente presentación. Mayores de edad. Experiencia no necesaria. Sueldo hasta $30,000”. Mientras repaso en silencio aquel anuncio que se ha quedado grabado en mi memoria, me acerco al fondo del local, un “club social” ubicado en la Zona Rosa, cuyo costo de la entrada es de 200 pesos. Paso una misteriosa puerta negra y me percato de la presencia de ella, quien se encuentra sentada en un escritorio en el que hay una lista de asistencia, donde lleva el control de sus “niñas”.

 

“Quítate la ropa”, me dice. Presa del nerviosismo, comienzo a desabotonar mi blusa. Un escalofrío recorre todo mi ser cuando el gran espejo que se encuentra a mi izquierda revela la realidad del momento: mi cuerpo está cubierto únicamente por un sostén translúcido y una diminuta tanga del mismo color, además del gloss rosado en mis labios.

Luego de mirar a todos lados, recupero la seguridad y el cinismo que me propuse ostentar cuando decidí entrarle a esta aventura periodística. Después de todo, el cuarto está lleno de mujeres que salen de las regaderas sin ningún pudor en sus trajes de Eva. Cada una elige minuciosamente los atuendos con los que más tarde exprimirán las carteras de hombres de diversas edades, deseosos de disfrutar un buen rato de movimientos pélvicos.

-A ver nena, ¿cómo dices que te llamas?- su voz hace que reaccione. Digo mi nombre completo, el cual dista mucho del real, pero eso no la hace dudar.

-Te dije que te quitaras la ropa- su tono es maternal y confiable.

-De lejos cumples con el perfil, pero necesito ver esos senos sin sostén- me argumenta. Para este momento ya nada es sorpresa, después de todo, Leonardo me había advertido que mi labor no consistirá precisamente en bailar ballet. Luego de que “Mami Alejandra” (como le dicen las chicas) me anuncia que he pasado la prueba, me explica en qué consistirá mi trabajo.

 

De manera amenazante dice que la entrada será a las 3:00 de la tarde de lunes a viernes. Los fines de semana podré descansar, pues, extrañamente, esos días el lugar permanece cerrado. Recalca que odia la impuntualidad y que la lista de asistencia es un tabulador clave que indica quién merece ser despedida y quién comparte el horario nocturno con las “divas extranjeras” (checas, húngaras, gringas o venezolanas), la principal atracción del lugar.

Como buena empresaria explica que mi labor consistirá en salir a la pista junto con las demás chicas, donde, contrario a lo que pensé durante varios años, no existe ningún tubo. Simplemente tres pequeños escenarios, uno de ellos consiste en un balcón, el otro es una pasarela con espejos y, finalmente, un templete que cambia de escenografía dependiendo del mes. El resto de la pista es sólo eso, un cuadro arropado de mesas en las que hombres poderosos, no tanto, guapos, gordos, flacos, extranjeros, juniors y, por supuesto, asalariados “pobretones que vienen a hacerse pendejos con una copa mientras observan extasiados el espectáculo que mis niñas les hacen a quienes sí pueden pagar”, dice Alejandra.

Cuando por fin termina de darme instrucciones desaparece cual Batman. Mientras repaso todo lo que ha dicho: diariamente deberé salir a la pista, movimientos sensuales, cadencia al caminar serán las armas para conquistar las carteras. A ésta, le ofreceré un primer baile que tendrá un costo de 150 pesos, el cual ejecutaré con vestido de noche (¡ah ya entendí!, el chiste es irse desvistiendo en sesiones, no en un solo privado). El segundo baile lo ejecutaré sin sostén y tendré que rozar senos y caderas contra el cuerpo de mi cliente hasta terminar encima de él, sin permitir que toque mi sexo. ¿Besarlo? Dependerá de mi criterio. Si mi cliente lo permite, le clavaré el diente con la tercera pieza, en la cual la regla es despojarme del resto de mi ropa, para quedar únicamente con una tanga que por ningún motivo podré quitarme, a menos que quiera ser despedida. Cada vez que el cliente pague un baile, el boletero me entregará un ticket amarillo que deberé guardar muy bien para luego cambiarlo en la caja. Deberé cuidar muy bien mis boletitos, pues nadie más se hará responsable por las pérdidas.

De pronto, una trigueña con senos y caderas firmes y olor a perfume barato, para junto a mí y me saca de mis pensamientos: “Mami Blanca”, la anciana encargada de planchar los vestuarios, la ayuda a caminar, pues la pobre morenaza está demasiado ebria. Una vez que “se aliviana”, entra a las regaderas, para salir momentos después acompañada de Vivian, una francesa de larga cabellera a quien le planta un besote de lengüita.

¿Asustada o excitada? –, dicen dos voces al mismo tiempo-, Se trata de “Max” y “Jan”, una pareja de gays, quienes, al igual que yo, miran el espectáculo lésbico. Ellos son los encargados de embellecer los rostros y cabello de las bailarinas. Al tiempo que se contonea con la música, Jan, el más amigable, me explica que además, diariamente deberé pagar 300 pesos de house, es decir, una cuota para que la gente de seguridad te cuide y todas las “mamis” estén al tanto de que goces de “un excelente ambiente de trabajo”.

Luego de hacerle una mueca a su pareja y fisgonear en voz baja las nalgas de una frondosa cubana que se aplica hielo en los pezones (para ponerlos erectos, ¿será?), Max me advierte que está prohibido recibir propinas de los clientes, aunque hay quienes tienen sus mañas. Mientras me explican, mentalmente tomo nota: “Cuando las bailarinas terminan su turno, suelen esconder las propinas entre los labios vaginales, así, cuando pasan por la aduana –el de la pista- la mami que las revisa no se percata de que, además de boletos, ya llevan una lana extra”.

-¿Qué tanto le dicen a la niña? –dice Alejandra, quien ha regresado con un contrato en la mano.

Está a punto de extenderlo en la mesa cuando recuerda a “Gaby”, otra candidata que lleva más de dos horas implorando aprobación, pues a pesar de su marcada cintura, tiene un gran problema para entrar: sólo tiene 17 años y una cara de ángel que no puede con ella. Luego de mirarla con ternura, “Mami Alejandra” le dice que el problema ha sido resuelto (como se hacen las cosas en México). “Para mañana a las tres de la tarde, con mil pesos por favor. Te vamos a sacar una credencial chueca. De todos modos, hoy puedes empezar”. La nueva adquisición del club sonríe. Luego toma los zapatos de plataforma que una compañera le ha prestado y se pone en manos de Jan, quien ya la espera con la plancha de cabello y maquillaje.

 

Por fin me extienden el contrato. Una hoja tamaño carta que consiste en nueve reglas  y un espacio en blanco para escribir mi nombre “real”, dirección, teléfono, nombre artístico y firma.

En este lugar es que las reglas son claras: poca charla y mucho baile. No hay sueldo fijo ni prestaciones, la cantidad diaria depende de mis movimientos de cadera y lo hábil que sea para “cazar al bueno”. ¿privados? Por supuesto. Consistirán bailar cinco numeritos al cliente en turno. Ahora que si soy buena “vendedora”, podré engatusarlo con un privado VIP, el cual consiste en 10 piezas de baile y una botella de champaña, que cuesta 1,300 pesos. Por éste último me darán unos quince boletos. ¿Sexo? Prohibidísimo. El negocio de este lugar es el baile sensual, se alarma “Mami Alejandra”: “Éste es un lugar de categoría, no un antrucho de prostitución”.

Tampoco podré subirme a las mesas, “sólo sobre el cliente” (¡Vaya regla!). Además, al igual que la tanga, por ningún motivo podré despojarme de mis zapatos. ¿Mascar chicle? Negado. Me resta glamour, además de generarme una multa de 150 pesos.

Mientras más conozco las reglas más me asombran. Cada que llegue a mi camerino deberé entregar a “Mami Blanca” mi celular, mismo que me devolverá al final de la noche, las bailarinas tienen prohibido estar comunicadas. Y si necesito hacer una llamada tendrá que utilizar el teléfono de monedas que –increíble- está dentro del camerino. El contrato ha sido firmado, por un momento efímero yo ya no soy yo, mi nombre “real” es Anahí Medrano, y Alejandra me ha bautizado como “Musmé” (que quién sabe qué quiere decir) y soy teibolera.

Para “Mami Alejandra” el instinto y el tiempo harán que me mueva como las otras que continúan entrando y saliendo del cuarto, además de que poco a poco podré ganar lo que yo quiera, como la francesita de cabellera negra que “el lunes pasado se llevó 12 mil pesos en menos de seis horas”. Pronto, también los nervios y el pudor serán sólo tímidas sombras opacadas por mi bolsillo insaciable.

Por el momento, lo importante es que lo he logrado, he recogido este testimonial de primera mano. Me hallo sentada, con tantas cosas que escribir.

Sólo espero el vestuario y un prometedor peinado de salón y la indicación para lucirme por primera vez dentro de lo que para muchos criterios es una sucursal del infierno, mientras para otros, no es más que una prueba de lo que les espera en el paraíso. La mala noticia es que no debutaré en la pista porque lo mío, lo mío, lo mío… es reportear.

 

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